Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 Mª ANGELES LLORCA TONDA 249 Mixtifi cación o Historia de los retratos recuperados. Traducción del cuento Mystifi cation de Denis Diderot Mª ÁNGELES LLORCA TONDA Universidad de Alicante Introducción De todos es bien sabido que Diderot, como otros tantos autores del siglo XVIII, a saber Voltaire, Marmontel, Challe o Saint-Lambert, se deja seducir por el género del cuento. Corto, picante, fi losófi co e incluso moral, el cuento corresponde en el orden literario a la es- tética de la conversación que caracteriza los salones y los cafés de la época rococó. Si bien el relato corto se adecua perfectamente al carácter charlatán de Diderot y a su talento, tanto para escuchar como para contar historias1, el cuento se convierte también y sobre todo, en materia de refl exión estética para el fi lósofo. En su cuento Les deux amis de Bourbonne (1770), el fi lósofo se inscribe en la tradición del cuento histórico tal y como era practicado por Cervan- tes, Scarron o Challe. Sus cuentos Mystifi cation (1768), Les deux amis de Bourbonne (1770), Entrtien d’un père avec ses enfants (1770), Ceci n’est pas un conte (1772), Madame de La Carlière (1772) y Supplément au voyage de Bougainville (1772), ilustran este tipo de relato histórico que se caracteriza por la introducción “du petit fait vrai”que concede verosimilitud a las historias. Mystifi cation, el cuento que nos ocupa, reúne los ingredientes necesarios para formar parte de este grupo de historias cortas y verídicas a las que Diderot denomina “cuentos histó- ricos”: los protagonistas de la historia son personajes reales y el argumento está tomado de las anécdotas que Diderot recoge en su Correspondance . El cuento en sí, como el título indica, es una mixtifi cación: el príncipe de Galitzine después de contraer matrimonio con una condesa, 1 En este sentido tenemos que hacer referencia a las dotes de buen “conteur” que Diderot despliega tanto en los salones del barón d’Holbach o en el de Mme d’Épinay, como en su Correspondace, verdadero “laboratorio experimental” donde se gestan la mayoría de los cuentos y novelas del fi lósofo. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 MIXTIFICACIÓN O HISTORIA DE LOS RETRATOS RECUPERADOS. TRADUCCIÓN... 250 le pide a Diderot que recupere unos retratos que han quedado en manos de su ex-amante Mlle Dornet, una bailarina de ópera amiga de Diderot. Con la ayuda de sus amigos Mme Therbouche y Desbrosses, Diderot maquina un plan, un tanto perverso, para que la pobre Mlle Dornet se deshaga de los retratos del príncipe. Hasta aquí no existe diferencia entre lo que aconteció real- mente y lo narrado por Diderot en el cuento. Lo que resulta original es el hecho de que Diderot no imaginara un fi nal para su historia y se conformara con aludir al hecho de la muerte de Desbrosses (acontecida en realidad, un año después de haber escrito la obra) para no concluir su historia. En este sentido cabe afi rmar que existe una voluntad por parte del creador, Diderot, de burlarse de las convenciones del género, mucho antes de su novela Jacques le fataliste Ofrecer una traducción de este cuento en una revista dedicada a las formas breves de la narración, presenta cierta originalidad si tenemos en cuenta que, de entre los cuentos his- tóricos de Diderot, quizás el menos conocido en nuestro país sea precisamente Mystifi cation. A esto cabe añadir que en España no existe actualmente ninguna traducción de este cuento al castellano. Luis Pancorbo en su introducción a Esto no es un cuento se expresa de este modo a propósito de la no-inclusión de la traducción de Mystifi cation en este libro: [...] También se podría echar en falta en nuestra selección sea [...] sea Mixtifi - cación. Respecto a este último, sólo decir que es un mero “ejercicio de estilo”, con el que Diderot se entrena y preludia tipos y tonos de su narrativa posterior. Tiene poco espinazo [...]2. Una traducción al castellano de esta obra de Diderot era pues necesaria. El texto de Diderot fuera publicado por primera vez en 1954 por Yves Benot, a partir de una copia recogida en el “fonds Vandeul” y posteriormente Jacques Proust lo incluyó en su magnífi ca edición de Quatre contes en el año 1964. Estamos, según nuestra modesta opinión, ante uno de los cuentos que ningún estudio crítico sobre Diderot debería dejar de lado, precisamente porque en él se perfi la y se pone en práctica la estética narrativa de Diderot. Por lo que respecta a la traducción del texto, hemos querido seguir y reproducir con fi delidad el tono y el ritmo veloz del original. Mixtifi cación o Historia de los retratos recuperados Me gustaría recordar la cosa tal y como ocurrió, pues os divertirá. Empecemos a todo evento, excepto a abandonar aquí mi relato, si me aburre. El príncipe de Galitzine3 se va a tomar las aguas a Aquisgrán; allí se encuentra con la joven y bella condesa de Schmetteau. En ocho días se enamora de ella; se declara, es corres- pondido y se convierte en su esposo. 2 Diderot, D., Esto no es un cuento, trad. de Luis Pancorbo, Madrid, Alianza editorial, 1974, p. 15. 3 El príncipe de Galitzine, amigo de Diderot, fue embajador de Catalina II de Rusia en Francia y posteriormente en Holanda. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 Mª ANGELES LLORCA TONDA 251 El príncipe había tenido relaciones en París con una tal señorita Dornet4, una joven alta, asaz bella, pero con muy mala salud, algo espabilada, pero ignorante como una bailarina de ópera y dada a caer en el garlito. El príncipe, después de su boda, echó en falta dos o tres retratos que había regalado a la joven y me rogó que, los consiguiera, si podía. La cosa no era fácil. De entre las varias maneras de conseguirlos que me vinieron a la cabeza, la que preferí fue la de sacar provecho de las preocupaciones que, en cuanto a salud se refi ere, esta dama tenía, y así otorgar a los retratos una infl uencia funesta que la espantara. Esto es bastante ridículo, me diréis vos. Pues sí. Pero, por otro lado, es tan agradable gozar de buena salud, los retratos de un infi el son tan poca cosa; se puede confi ar en la imaginación de una mujer asustada y en general las mujeres son ¡tan crédulas y tan pusilánimes cuando se trata de su salud, tan supersticiosas en la enfermedad! Lo más importante era encontrar a un hombre espabilado y capaz de hacer bien el papel que tenía que asignarle. Eso estaba en mi mano. No os contaré nada sobre su talento interpretativo, vos juzgaréis. Ya conocéis el tema de la escena, los retratos recuperados. El lugar es el apartamento de Mme Therbouche5, en el palacete de Falconet6. Los personajes son Mme Therbouche, Mlle Dornet, de apodo la bella dama, y un tal tunante, Bonvalet-Desbrosses7, digamos mé- dico turco. Era el mes de septiembre, al atardecer. Mme Therbouche había abandonado la paleta y conversaba con Desbrosses de sus asuntos, por los cuales éste tomaba un gran interés. Aparece Mlle Dornet. Ni siquiera saluda, se deja caer en un sofá. No ha dado más que un paso y ya está rendida. Y es que, ya no es nada; sus fuerzas la abandonan. Y aquí la tenemos sumergida en la eterna historia de su salud pasada y de sus dolencias presentes. Desbrosses, apoyado en la chimenea, la miraba fi jamente, sin decir palabra. Mlle Dornet, a Desbrosses. - Viéndome, señor, apenas creeréis una palabra de lo que digo. Debrosses. - Y con más pena aún, señorita, ya que no he oído nada de lo que habéis dicho. Mme Therbouche. - ¿No estabais escuchando? Pero doctor eso está muy mal, ¡mira que no escuchar! Desbrosses. – No acostumbro a escuchar jamás, yo observo. Mlle Dornet. - ¿Y por qué no escuchabais? 4 Mlle Dornet, bailarina de ópera, amiga de Diderot y ex amante del príncipe de Galitzine. 5 Pintora de origen prusiano afi ncada en París desde 1767 que también forma parte del círculo de amistades de Diderot. 6 Célebre escultor amigo de Diderot. 7 Desbrosses era fi nanciero y supuestamente agente secreto del rey de Prusia. Amigo de Diderot y de Mme Ther- bouche se suicida en 1769, arruinado por su hermano banquero. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 MIXTIFICACIÓN O HISTORIA DE LOS RETRATOS RECUPERADOS. TRADUCCIÓN... 252 Desbrosses. - El discurso sólo me revelaría lo que uno piensa de sí mismo; en cambio el rostro me revela lo que es en realidad. Mlle Dornet. - Y bien, ¿qué os ha revelado mi rostro? Desbrosses. - Que vos estáis realmente enferma. Eso es seguro; pero lo es aún más el hecho de que los médicos no han detectado vuestra enfermedad. Mlle Dornet. - ¿Estoy, pues, enferma? ¡Alabado sea Dios! Y vos, señor, ¿qué pensáis vos de mi estado? Desbrosses. - Todavía nada. Un hombre que se precie no se pronunciará jamás tras una primera ojeada, tras algunas observaciones superfi ciales. Mlle Dornet. - Estamos solos aquí, no tengo secretos para la señora. Vos sois dueño de interrogar, de visitar y de ver. Desbrosses. - Yo no hago preguntas, ya os lo he dicho. Cuando las respuestas no sig- nifi can nada, las preguntas son inútiles. Pero, ya que la señorita me lo permite, veamos. Desbrosses se acerca a ella, le inclina la cabeza hacia atrás, le mira los ojos, claros, pero muy bonitos, retira el chal, pasea su mano sobre el pecho, intenta palparle el vientre... Mlle Dornet. - Señor, por favor... Desbrosses sin hacerle caso continúa recorriéndole el cuerpo, después se apoya en el respaldo de un sillón y se queda unos minutos en actitud pensativa. Mme Therbouche. - Al menos, doctor, si no encontráis nada, no será por culpa de la señorita que se ha prestado amablemente a vuestras observaciones. Mlle Dornet. - O se quiere sanar, o no se quiere. Desbrosses, murmurando en voz baja. - El aspecto, el contorno del rostro, los ojos... sí, los ojos de una mujer de talento. Mme Therbouche, riéndose. - ¡Ja, ja, ja! Mujer de talento. Eso si que está bien. Desbrosses. - Veamos. Todo esto depende de tan poca cosa. Señorita abrid los ojos, miradme. Levantaos, caminad. Abrid los brazos. Inclinad la cabeza hacia el hombro dere- cho... Mujer de talento, mujer de talento, os lo digo yo. Mme Therbouche. - Os equivocáis, os equivocáis, os lo digo yo. Mientras tanto, Mlle Dornet halagada por el califi cativo “mujer de talento”, hacía lo necesario para que el doctor no cambiara de opinión. No bailaba pero hacía como si tal. Desbrosses decía: “Está más claro que el agua”; y ella añadía: “Puesto que el doctor lo ha adivinado, ¿por qué ocultárselo?” Desbrosses. - Por favor, señoras, formalidad. Mlle Dornet. - Doctor, dejad hablar a Mme Therbouche. Vos confi ad en mí. Y Desbrosses volviendo a ella, pasándole las manos sobre las mejillas, volviéndole a coger el pecho, apretándole los muslos, decía: “¡Cuán fi rme! ¡Cuán torneado era esto!” Mlle Dornet. - Desgraciadamente, sí, lo era. Desbrosses, suspirando. - Vida disipada, vida deliciosa, vida funesta. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 Mª ANGELES LLORCA TONDA 253 Mlle Dornet. - Vida funesta, eso es. Desbrosses. - Y después vida retirada, vida triste, vida aburrida, vida más funesta aún. Mlle Dornet. - Y ¿ dónde veis esas cosas? Desbrosses. - Todo ello está escrito aquí, aquí y aquí también. La tristeza pasa pero sus huellas permanecen. (A la señora Therbouche). Fijaos, señora, vos que sois pintora y por lo tanto fi sonomista... La señorita Dornet tenía tanto interés por que el doctor dijera la verdad, que a medida que éste hablaba y que la señora Therbouche la miraba, su rostro se tornaba triste. Desbrosses. - Y después la desazón. Mlle Dornet. - Sí, la desazón. Desbrosses. - Los vapores. Mlle Dornet. - Me devoran. Desbrosses. - Las angustias, las penas del alma y del espíritu. Mme Therbouche. - Poco. Mlle Dornet. -Señora, sabed que he sufrido mucho. Desbrosses. - El mal talante y el despecho. Mlle Dornet. - Por menor motivo se tienen. Desbrosses.- La cólera y los arrebatos. Mlle Dornet. -¡Oh!, señor, si vos supierais, abandonar el hogar, atravesar los campos, pasar el Mordeck8. ¡Si al menos hubiera amado! Pero no amaba. La verdad, no entiendo nada. Desbrosses. - Los insomnios. Mlle Dornet. - No, bebía, comía, dormía. Desbrosses. - Por el cansancio. Una vez que los espíritus han tomado curso y esos demonios de fi bras no sé qué arruga, eso ya no vuelve a alisarse como uno quiere. “Guardará mucho una olla el olor en que nueva impregnose”9. Lo dijo Horacio, uno de nuestros grandes médicos. Mlle Dornet. - ¿Sois médico? Desbrosses. - Sí señora. Mme Therbouche. - Conocía muchas de sus cualidades, pero no ésta. Desbrosses. - Estudié en Tübingen. Creía habéroslo dicho. Mme Therbouche. - No lo recuerdo. 8 “Mordeck”: El canal del Moerdijk servía antaño de frontera entre Holanda y los Países Bajos austriacos. Encontramos esta expresión en una carta a Sophie Volland (gran amiga y confi dente de Diderot) del 18 de junio de 1773, después de la llegada de Diderot a La Haya: “J’ai passé le Mordick; c’est une étendue d’eau qui com- mence à donner une idée de la mer”, in Oeuvres, Correspondance, Tome V, éd. L. Versini, Paris, Robert Laffont, 1997, p. 1180. 9 Se trata de una traducción de un verso de Horacio. Hemos recurrido a la traducción del latín de Tarsiaro Herrera Bapién: Quinto Horacio Flaco, Epístolas I y II, y Arte poética, Univ. de México, 1974, p. 13. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 MIXTIFICACIÓN O HISTORIA DE LOS RETRATOS RECUPERADOS. TRADUCCIÓN... 254 Mlle Dornet. - ¿Ejercéis? Desbrosses. - Cuando un amigo necesita de mi ayuda, cuando puedo dar un consejo saludable, incluso a un desconocido, pienso que negándome, faltaría a los deberes más ele- mentales de la humanidad. Mlle Dornet. - ¿Sois extranjero? Desbrosses. - Así es. Mlle Dornet. -¿Podría preguntaros de dónde sois? Desbrosses. - Soy turco. Mlle Dornet. -¿Estáis entonces circunciso? Desbrosses. - Muy circunciso. Mlle Dornet (en voz baja) a Mme Therbouche. - Tiene que ser muy peculiar un hom- bre circunciso. Mme Therbouche (en voz baja). -¿No iréis a hablarle de ello? Mlle Dornet. - ¡Turco! Es cierto que tenéis todos los rasgos, además el turbante os tiene que sentar muy bien. Se dice que el estado de médico en Turquía es muy respetado. Desbrosses. - Y muy difícil. Mlle Dornet. - Y, ¿por qué más difícil que en otras partes? Desbrosses. - No está permitido interrogar a la enferma. El esposo está allí, de pie, a vuestro lado, con la mano en la cimitarra; os observa, observa a su mujer; si se os escapa una palabra, la cabeza del médico puede rodar por los suelos. Mlle Dornet. - ¡Vaya! Los infames. Si yo fuera médico, los dejaría reventar a todos. Desbrosses. - Juzgamos la enfermedad por los gestos, por el color, por las miradas, por el pulso, por el estado de la piel, por la orina, por las líneas de la mano, cuando las pode- mos tocar, por los sueños, cuando se pueden conocer. Mlle Dornet. - Los míos son espantosos. Desbrosses. - Iba a decíroslo. Nuestra medicina turca tiene dos partes esenciales que la vuestra no posee: la ciencia de los sueños y la quiromancia. La ciencia de los sueños o el conocimiento de la enfermedad a través de los sueños, la quiromancia o el conocimiento de su fi n a través de las líneas de la mano. Mlle Dornet. -¿Vos decís la buenaventura? Desbrosses. - Así es. Mlle Dornet. - Hasta ahora había creído que alguien que decía la buenaventura no era más que un bribón. Desbrosses. - Es bastante común; pero un bribón no excluye que haya gente honrada, ni un charlatán que no haya verdaderos médicos. Mme Therbouche. - Nada más justo. Mlle Dornet. - Pues miradme la mano rápidamente; me muero de ganas por saber lo que leeréis. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 Mª ANGELES LLORCA TONDA 255 Se acercan unas velas y Desbrosses empieza a examinarle la mano con una lupa. Mlle Dornet. - ¿Veis muchas cosas ahí? Desbrosses. - Muchas. Mlle Dornet. - ¿Buenas? o ¿malas? Desbrosses. - Unas buenas y otras malas. Mlle Dornet. -¿Me las desvelaréis? Desbrosses. - No, señora, hay cosas que no se pueden decir. Mlle Dornet. - Pues, escribidlas. Desbrosses. - Con mucho gusto. Se dispone una mesa, tinta, plumas y papel. Y Desbrosses le escribe acerca de su vida pasada, de su estado actual, de sus costumbres, de su temperamento, de su talante, de sus pasiones, de su corazón, de su carácter, de sus intrigas, soslayando la verdad para no ser ni demasiado claro, ni demasiado oscuro. Lacra el escrito y se lo da. Ella se disponía a abrirlo y a leerlo cuando Desbrosses la detuvo y le dijo: “No señora, no ahora; lo haréis cuando estéis sola. Esto requiere la máxima atención por vuestra parte”. Mlle Dornet. - Con vuestro permiso, señor, tengo que leerlo ahora mismo; no podría esperar, eso me inquietaría. Y además tengo que saber qué confi anza se puede tener en un arte que me ha parecido siempre dudoso. Desbrosses. - ¡Ah!, señorita, puesto que se trata del honor del arte, no puedo negarle nada al honor del arte. Ella abre el escrito, lee y mientras lo lee, sonríe y dice: “Por Dios, esto es verdad... y esto también... Pero esto es prodigioso... ¿Cómo se puede tener la vida escrita en la mano?Doctor, una mujer debe de temblar al confi aros la mano”. Desbrosses. - Por eso precisamente los verdaderos quirománticos se esconden. Después de explicárselo todo con detalle, le prescribía un régimen adecuado para vol- ver a poner en marcha una máquina gastada por la pena y por el placer, pero donde todavía quedaba aliento; alimentos sanos, distracción, ejercicio, pero sobre todo deshacerse de todo aquello que pudiera traerle a la memoria ciertos recuerdos: muebles, joyas, retratos. Y la Dor- net, que, al mismo tiempo que lo escuchaba, volvía a leer el escrito hecho con mucha fi nura, decía: “Esto puede confundir a una. No se comprende enseguida lo que quiere decir. Más lo pienso y más se parece. ¿Hace mucho tiempo que conocéis a Mme Therbouche?” Desbrosses. - Unos tres años, más o menos. Tuve el honor de verla por primera vez en la corte de Wurtemberg10. Llego aquí, me entero de que ella se encuentra en este lugar y nada es más urgente para mí que venir a hacerle la corte. Esta es mi primera visita. Ni siquiera me he tomado el tiempo de quitarme la ropa de viaje, esperando que la señora advirtiera así mi entusiasmo. 10 Se trata en este caso de una referencia histórica. Mme. Therbouche conoció a Desbrosses durante su estancia en Stuttgart en 1765. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 MIXTIFICACIÓN O HISTORIA DE LOS RETRATOS RECUPERADOS. TRADUCCIÓN... 256 Y así era, llevaba un sombrero con alas vueltas, una peluca corta redonda y sin empol- var, una casaca azul ribeteada de oro y unos botines cortos. Mlle Dornet. - ¿ Conocéis vos al señor Diderot? Desbrosses. - No señora. He oído hablar mucho de él en país extranjero y desearía conocerlo antes de abandonar éste. Mlle Dornet a Mme Therbouche. - Me gustaría saber lo que nuestro genio opina de esto. Mme Therbouche. - Diría que el doctor es un bribón acicalado que nos toma el pelo. Desbrosses. - No me ofenderé en modo alguno por que el señor Diderot, que no me conoce, deba juzgarme así; pero le serviría con otro plato fuerte de mi profesión que podría quebrantar su incredulidad. Hemos convencido a algunos tan ilustrados como él y a otros más desconfi ados. Que al menos se digne en honrarme con su visita; pero tiene que ser un cuarto de hora antes de mi partida. Mlle Dornet. - ¿Se puede saber por qué? Desbrosses. - Porque yo no me quedo en un lugar cuando se me conoce. Mme Therbouche. - Tendréis que demostrarnos eso a la señorita y a mí. Desbrosses. - No, señoras, sería demasiado para vos. Gritaríais aterrorizadas, alguien acudiría rápidamente, y eso me perdería... Mientras tanto Mlle Dornet dándole vueltas al escrito decía: “¡Nada de muebles, nada de joyas, nada de cartas, nada de retratos!” Mlle Dornet. - Doctor, pero ¿qué peligro hay en estas cosas cuando se les deja de dar importancia? Desbrosses. - Es falso que se les deje de otorgar importancia. Las volvemos a ver, pensamos en ellas, la digestión se vuelve pesada, el sueño se altera; se tienen pesadillas, pal- pitaciones; la imaginación se calienta, la sangre arde, el temperamento se destruye, se cae en un estado miserable y eso sin saber por qué. Testigo una gran dama de Alemania, una dama con nombre propio en Europa; yo no sé cómo lo adiviné, pues era la virtud personifi cada. Mme Therbouche. - Los clérigos decían que era un sortilegio. Desbrosses movía la cabeza de un lado para otro e imponía silencio a la señora Ther- bouche poniéndose el dedo sobre los labios; y la señorita Dornet decía al doctor: Mlle Dornet. - Sí. De verdad… hay mujeres... Desbrosses. - No se podrían contar. Mlle Dornet. - ¿Por unas joyas, unas cartas o un retrato? Desbrosses. - Estaba en Gotha. Allí me encontré con una joven bella como un ángel, con unos ojos, con una boca, con un contorno de rostro, como el vuestro. La pobre criatura languidecía a ojos vistas. Sus padres que la amaban con locura estaban desconsolados. Yo les dije: “Cambiadla de morada y sanará”. Así lo hicieron y sanó. Mme Therbouche. - ¿Vivía al parecer en la casa de un amante al que había perdido? Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 Mª ANGELES LLORCA TONDA 257 Desbrosses. - Mucho menos que eso. Su ventana daba a un jardín por el que algunas veces habían paseado... Pero hay otra; ésta, Mme. Therbouche, es una de vuestras compa- triotas. Mme Therbouche. - La mujer del chambelán de la princesa de  Desbrosses. - Ella u otra. Lo que importa es que viuda desde hacía cinco o seis años de un marido del cual no había estado locamente... Mme Therbouche. - Es la que yo creía, estoy segura. Desbrosses. - ¡Chitón! Había guardado, sin pensar que pudiera tener consecuencias, una pulsera hecha con los cabellos de su marido. Esta pulsera mezclada con otros ornatos de mujer caía de vez en cuando entre sus manos, y cada vez se acordaba de su marido. Todo empezó con unos suspiros que se le escapaban sin darse cuenta. Poco a poco su cabeza se turbó, la melancolía se adueñó de ella, el insomnio siguió a la melancolía; el marasmo siguió al insomnio como es natural; se quedó seca como un palo. Durante algún tiempo nos cartea- mos. Desde hace un año o dos no he vuelto a saber nada de ella; seguramente habrá muerto. No hay que dejar que estas cosas vayan a más. Mme Therbouche. - Es bastante incomprensible. Mlle Dornet. - Es como tantas otras cosas que tampoco comprendemos. Desbrosses. - Digamos que se escapa de las cosas que han pertenecido a alguien, que han estado en contacto con un objeto querido, unos fl uidos imperceptibles que se llevan aquí. Esa idea no es nueva; es la vieja doctrina de Epicuro. Esos clásicos sabían más que nosotros de estas cosas. Todo eso depende de la visión, y la visión ¿de qué se compone? De simulacros fi nos y ligeros que se desprenden de los cuerpos y se abalanzan hacia nuestros ojos. ¿Quién conoce las cualidades benefi ciosas o perjudiciales de estos simulacros? Nadie. Pero la experiencia bien ha demostrado que todos no son inocentes. ¿Qué cabeza resistiría mucho tiempo en un apartamento tapizado de negro? Sin embargo un tinte ya sea blanco, negro, rojo, verde o gris no es sino tela. Si los astros que se encuentran a distancias infi nitas, emanan sobre nuestras cabezas infl uencias que disponen de nosotros, ¿cómo negar el efecto de los seres que nos rodean, nos asaltan, nos acosan, nos tocan? ¡Oh, Naturaleza! ¡Naturaleza! ¡Quién pudiera desvelar tus secretos! Nosotros sabemos un poco más que los demás, pero, y con todo, se- guimos siendo ignorantes. Mme Therbouche. - Y, ¿y qué hay del capítulo de las simpatías y las antipatías? Desbrosses. - Es infi nito. Mme Therbouche. - Y además, ¿no es posible que guardemos en nuestros gustos una inclinación secreta? Desbrosses. - Tenedlo por seguro. La seguimos al principio sin sentirla y su fuerza crece en nosotros en secreto, tanto y tan bien, que a la larga acaba por arrastrarnos con una violencia, a la que no podemos resistir. La teología ha querido tomar parte en este asunto, Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 MIXTIFICACIÓN O HISTORIA DE LOS RETRATOS RECUPERADOS. TRADUCCIÓN... 258 pero esto es cosa de la medicina. Uno se pone triste sin motivo, primer síntoma. El aburri- miento se apodera de nosotros, intentamos distraernos, pero no podemos, en todas partes nos falta algo. Mlle Dornet. - Es precisamente en esta etapa en la que yo me encuentro. Desbrosses. - Basta con que un anillo, un retrato, una esquela amorosa que hayamos recibido, caiga ante nuestros ojos y ahí está el simulacro pérfi do que se agarra a la retina. Mlle Dornet. - ¿Qué es una retina? Desbrosses. - Es una tela de araña tejida con los hilos nerviosos más delicados, más fi nos y más sensibles del cuerpo que tapiza el fondo del ojo. Cuando la imagen se ha agarrado a esta tela móvil, cuando las pequeñas oscilaciones han sido transmitidas a esta sustancia tan delicada, tan blanda, que llamamos cerebro, cuando el alma ha tomado las ondulaciones de esta sustancia, cuando una y otra, cansadas de oscilar, sucumben al cansancio, del aburri- miento se pasa a la tristeza, a la melancolía, a la afl icción, a las lágrimas, al pesar, a las malas digestiones, al insomnio, al dolor, a los nervios irritados, a los vapores. Mlle Dornet. - Soy yo, soy yo, como si mi doncella os lo hubiera contado. Desbrosses. - De los vapores a la delgadez. Una se queda sin tetas, sin muslos, sin nalgas. Huesos, y nada mas que huesos. En este momento, Mlle Dornet, retirando con las dos manos la parte del vestido que cubría su pecho, les descubríó una extensa llanura desigual atravesada por profundos sur- cos. Esto hubiera dado lástima a cualquiera que no fuera un mala sombra. Después añadió: “Doctor, esto no es nada; dadme la mano”. El doctor le dio la mano que ella llevó desde las hendiduras de sus enaguas hasta sus caderas. Mlle Dornet. - Y bien, doctor, ¿qué tenéis que decir? Desbrosses. - Digo, que todavía no habéis llegado hasta donde esto puede llegar. Mlle Dornet. - ¿Y qué cosa peor me podría ocurrir? Desbrosses. - Pues que el poco de grasa que queda se funda; que la piel ennegrezca y se pegue a los huesos, que el fuego prenda el esqueleto, que los ojos se iluminen como dos candelas y que perdáis la razón. Eso sería el delirio, la pasión. Mlle Dornet. - No digáis más doctor, me ponéis la carne de gallina. Desbrosses. - El punto álgido es el más espantoso, son los últimos coletazos de la pasión los más temidos. Y estos coletazos no tienen fi n. Así en primer lugar me aferro a la vida, a las costumbres, a los gustos, a las pasiones del enfermo. Le exijo que se deshaga de todas esas minucias que ya no signifi can nada para su felicidad y que pueden tener efectos tan funestos. Si alguien se niega a ello, me retiro y abandono a la insensata a su destino fatal. Las pasiones, las pasiones son como los volcanes que pensamos que están apagados porque ya no echan lava. Yo, señoras, yo que me dirijo a vos, he visto, he conocido a un hombre que había estado diez años, sabéis, diez años sin pensar en una infi el a la que había abandonado. Sin buscarla, sin verla, sin hablar de ella, sin echarla de menos. Al cabo de esos diez años, el Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 Mª ANGELES LLORCA TONDA 259 azar quiere que se encuentren. Sus ojos se oscurecen, su cabeza se turba. Todos sus miem- bros tiemblan, cae desplomado de rodillas, se encuentra mal, mal para morirse. Que vengan a decirme después de esto que uno controla el estado de su corazón... Os hace gracia Mme. Therbouche. ¿No creéis en ello? Mme Therbouche. - Al contrario, doctor. Lo que ocurre es que tengo delante de mí un ejemplo igual. Desbrosses. - Un dedal lleno de una especie de polvo negro. No es nada. Una chispa de fuego, es menos todavía... sin embargo... Mlle Dornet. - Y ¿qué es la pasión más violenta en sus comienzos? Una sonrisa, una palabra, una mirada, un gesto, un movimiento con la cabeza, un guiño, un qué sé yo... Mme Therbouche. - Y ese “qué sé yo” ha trastornado a más de un imperio. Desbrosses. - Muy bien, señoras, muy bien. Las mujeres, ¡oh! las mujeres. Lo he di- cho cientos de veces, si ellas quisieran tomar partido, no tendríamos más remedio que retirar- nos. Poseéis una sagacidad natural a la que ni siquiera los hombres nos igualamos con todos nuestros libros. Mientras que nosotros le damos vueltas a las cosas, ellas dan en el clavo. Mme Therbouche. - Basta de galanterías. Sabemos muy bien lo que valemos. Pero, ¿qué debemos deducir entonces de todas las cosas tan interesantes que nos habéis expuesto? Desbrosses. - ¿Qué hay que deducir? Que no hay que descuidar nada, que hay que desconfi ar de todo, señoras, hay que salvaguardarse por todos los medios. Mme Therbouche. - Despacio, doctor, no hable en plural. Yo no estoy enferma. Desbrosses. - Así es señora; pero no sabéis lo que os espera. Entonces el doctor se acordó de que había cenado poco y de que tenía hambre. Le ofrecieron pan, vino, melocotones y uva que él aceptó de buen grado. Comía con un apetito y disertaba con una profundidad que soy incapaz de describir. Demostraba a estas damas que en un orden donde todo cabe, no hay cosas pequeñas y que las más minuciosas son el origen de las más importantes. A este respecto, hacía referencia a la historia misma de su vida. Incluía las cartas, los anillos, los retratos, con una gracia increíble y Mlle Dornet lo escucha- ba con las orejas largas. Él decía: “si el presente está preñado del futuro, hay que confesar también que esta preñez del presente es como cualquier otra y que hace falta poca cosa para fecundarlo... Y que es una pena, añadía la señorita Dornet, que no se pueda ver claro en esa matriz”. El doctor no respondió, pero la miró fi jamente con una aire lleno de ternura; y Mme Therbouche le decía al oído: “Es un demonio de hombre que dice cosas muy extrañas. Predi- jo en Stuttgart cosas inauditas que se han cumplido al pie de la letra”. Mlle Dornet. - ¿Todas? Mme Therbouche. - Palabra de honor. Eso incluso me había hecho dudar, temía que sus predicciones fueran cosa del diablo; pero me ha parecido siempre un hombre tan hones- to. Desbrosses. - ¿Qué estáis murmurando, señoras?. Hacédmelo saber. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 MIXTIFICACIÓN O HISTORIA DE LOS RETRATOS RECUPERADOS. TRADUCCIÓN... 260 Mlle Dornet. - La señora pretende que vos sabéis todavía más de lo que queréis re- conocer. Desbrosses. - Mme Therbouche, sois una indiscreta. Mlle Dornet. - Doctor, no temáis nada; ya no soy una niña y sé muy bien lo que se puede decir o callar. Señora respondedle de mí y rogadle... Mme Therbouche. - Doctor, vos conocéis a las mujeres; son tan curiosas, y a la seño- rita le gustaría que le dijerais algo. Desbrosses. - ¿Qué queréis que le diga? No sé nada. Mme Therbouche. - Nunca os habéis arrepentido de haber confi ado en mí. Conozco bien a Mlle Dornet, y os puedo asegurar que merece toda vuestra confi anza. Desbrosses. - Una vez más, señora, yo no sé nada. Mme Therbouche. - Vamos querido doctor, querido doctor, no entristezcáis a una bella dama como ésta y decidle algo... Desbrosses hubiera querido confesar que era un brujo para complacer a la bella dama, pero era la una de la madrugada y tenía ganas de dormir. Puso cara larga, se levantó y des- apareció. La señorita Dornet se esforzó en vano gritando desde lo alto de la escalera: “Señor, doctor, señor”, el ruido de la puerta le reveló que éste se encontraba ya en la calle. Volvió bastante molesta por no haberle podido ofrecer su carroza. Al menos se hubiera enterado de dónde se alojaba... He aquí a nuestras dos damas solas. Mlle Dornet. - Por cierto, Mme Therbouche, no me negaréis un favor. Mme Therbouche. - Por supuesto que no, si está en mi mano. Mlle Dornet. - Es un hombre muy extraordinario. Mme Therbouche. - Lo mismo os digo. Ya sabéis lo que me ocurrió en París. Pues bien, él me lo había anunciado, y vos y el príncipe de Galitzine y Stockes y la señora de Rie- ben y el señor Diderot y el pobre Chabert11; no faltaban más que los nombres. Al principio pensaba que eran fantasías; y creo que vos hubierais pensado lo mismo. Mlle Dornet. - Puede ser. Mme Therbouche. - Aparentemente sois menos desconfi ada que yo. Mlle Dornet. - ¡Pues claro! Si me dicen cosas que sólo yo sé, hay que pensar que las han adivinado. Mme Therbouche. - Sin lugar a dudas. Pero, es tarde, volvamos al favor que yo puedo haceros. Mlle Dornet. - ¿Lo volveréis a ver? Mme Therbouche. - Así lo espero. Mlle Dornet. - Habría que invitarlo a cenar a mi casa. Estaríamos sólo los tres y lo asaltaríamos a preguntas. 11 Se sabe que Mme de Rieben era la amante del embajador de Prusia en París. En la correspondencia de Diderot se habla de un tal conde de Stackelberg, embajador de Rusia en Madrid, que bien podría ser el mismo Stackes que aparece en este relato. No se sabe nada acerca de Chabert. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 Mª ANGELES LLORCA TONDA 261 Mme Therbouche. – Yo no deseo preguntarle nada. Mlle Dornet. - ¿Por qué razón? Mme Therbouche. - De todos modos las cosas no dejan de pasar, ¿para qué preocu- parnos por adelantado? Mlle Dornet. - A mí me ocurre lo contrario. Las cosas me afectan menos cuando las espero y a lo mejor es por eso que soy tan curiosa. Es necesario que el doctor venga, si no por vos, que sea por mí. Mme Therbouche. - No hay más que un pequeño problema y es que, a menudo, se muestra raro y silencioso. Mlle Dornet. - No lo parece. Mme Therbouche. - Os digo que se pasa meses enteros sin salir y semanas sin abrir la boca. Habla a los suyos por señas. No penséis que siempre es como vos lo habéis conocido hoy. Se reencuentra con una amiga a la que había perdido de vista desde hacía dos años y a la que vuelve a ver por primera vez; se encuentra cara a cara con una mujer joven y bella. Tenéis que haberle interesado mucho para que os haya hecho las confi dencias que os ha hecho. Mlle Dornet. - Le gustan las mujeres. Mme Therbouche. - Las mujeres bellas, con locura. Mlle Dornet. - ¿Me lo traeréis? Mme Therbouche. - Haré lo que pueda; es lo único que os puedo prometer. Mlle Dornet. - Querida, haced esto por mí; os estaré agradecida toda la vida. Mme Therbouche. - ¿Y si os dijera cosas que os perturbaran? Mlle Dornet. - Tengo la cabeza en su sitio y no se me perturba con facilidad. Mme Therbouche. - En vuestro lugar yo sólo le haría preguntas sobre la salud. ¿Para qué me han servido sus predicciones? Para nada. Me reí de ellas la primera vez; ya no me reiré la segunda. Mlle Dornet. - Pase lo que pase, quiero saber y me disgustaría de verdad con vos, si nuestra reunión no tiene lugar. Mme Therbouche. - No quiero disgustaros, pero tampoco quiero que me reprochéis nada. Mlle Dornet. - No os reprocharé nada. Mme Therbouche. - No olvidéis que es contra mi voluntad, que sois vos la que lo habéis querido. Mlle Dornet. - Sí, sí, yo lo habré querido, lo quiero. ¿De acuerdo? Mme Therbouche. - ¡Que así sea! Mlle Dornet, abrazándola. - Sois encantadora, de verdad. Yo dejé pasar unos días entre esta escena y mi primera visita. La encontré preocupada; le pregunté la razón. Mlle Dornet. - No es nada. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 MIXTIFICACIÓN O HISTORIA DE LOS RETRATOS RECUPERADOS. TRADUCCIÓN... 262 Diderot. - No me decís la verdad. ¿Qué tenéis? Mlle Dornet. - Tengo... Diderot. - ¿Qué? Mlle Dornet. - Puesto que es necesario confesároslo, he visto a un demonio de hombre que me ha trastornado la cabeza. Diderot. - ¿Os habéis enamorado?¿Qué mal hay en eso? Si os conviene lo aceptáis, si no os conviene, lo rechazáis. Mlle Dornet. - ¡Si tan sólo se tratara de eso! Diderot. - Ya entiendo: os queréis casar. Mlle Dornet. - ¡Casarme! No sería su mujer por todo el oro del mundo; me daría mie- do que una noche el diablo me retorciera el cuello. Diderot. - El diablo no retuerce cuellos. Estad tranquila. Mlle Dornet. - ¿Habéis visto a un tal médico turco? Diderot. - No. Mlle Dornet. - Os va a visitar. Diderot. - Será bienvenido. Pero, ¿qué tiene que ver ese médico turco con vuestro problema? Mlle Dornet. - Vais a burlaros de mí, estoy segura; no importa. Lo conocí en el pala- cete. Diderot. - ¿En casa de Mme Therbouche? Mlle Dornet. - Es un conocido suyo. Diderot. - Y, bien, ¿ese hombre conocido de Mme Therbouche? Mlle Dornet. - Me ha mirado a los ojos, leído la mano; palpado, repalpado, hablado, me ha dicho todo lo que yo pensaba, todo lo que he hecho, lo que me ha ocurrido desde que estoy en el mundo. Diderot. - Ya lo creo. Yo hubiera hecho casi lo mismo. Mlle Dornet. - Vos me conocéis, pero él no me conoce. Diderot. - Pero él conoce a alguien que os conoce y eso viene a ser lo mismo. Mlle Dornet. - Me temía y con razón que os ibais a reír en mis narices. Diderot. - ¿No pretenderíais que yo me entregase, para complaceros, a los brujos, a los espectros, a los astrólogos? Vamos, ese supuesto médico turco es un necio o un bribón. Mlle Dornet. - Por lo de necio, os diré que no lo es; por lo de bribón, ni tiene el aire, ni el tono. Diderot. - Pues tiene todas las apariencias. Y, ¿qué os ha entonces mostrado de tan incomprensible y de tan espantoso? Mlle Dornet. - El fondo de mi corazón, mis acciones más desconocidas, mis pensa- mientos más secretos, lo que nadie sabe, lo que sólo sabemos mi gorro de dormir y yo. Diderot. - Habrá hablado con vuestro gorro de dormir que es un indiscreto. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 Mª ANGELES LLORCA TONDA 263 Mlle Dornet. - Basta de bromas; me encuentra mal y muy mal. Diderot. - No estáis bien. Mlle Dornet. - Exige un régimen. Diderot. - Tiene razón. Mlle Dornet . - Sacrifi cios. Diderot. - Hay algunos que se pueden hacer. Mlle Dornet. – Le otorga importancia a minucias. Diderot. - Habría que saber a qué llamáis vos con ese nombre. Mlle Dornet. - Pues a las cartas, a las joyas, a los retratos. Diderot. - ¿Y pretende? Mlle Dornet. - Que se escapa de estas cosas no sé qué de pernicioso, simulacros... sí, simulacros, esa es la palabra... que van a agarrarse a la tetina... ahí en el ojo. Diderot. - Querréis decir la retina. Mlle Dornet. - Sí, sí a la retina. Pero ¿hay algún fundamento en esto? Diderot. - Pienso que vale la pena deshacerse de todos los objetos que despiertan en nosotros un recuerdo enojoso. Es lo más conveniente. Mlle Dornet. - Eso, en el fondo, me daría pena. Diderot. - En ese caso guardadlos. Mlle Dornet. - Pero mi médico turco no quiere. Diderot. - No le hagáis caso. Mlle Dornet. - ¿Y si todas las desgracias que me ha predicho cayeran sobre mí? Diderot. - Si me aseguráis que vuestro hombre no es ni un idiota, ni un pillo, tendré que creer que es una especie de loco. Mlle Dornet. - Sabio o loco, ante la duda, ¿qué inconveniente habría en acceder a su locura? Diderot. - En ese caso deshaceos de ellas. Mlle Dornet. - Sin embargo, es tan tierno, sobre todo cuando se va entrando en años, recordar todas las conquistas a través de todas las minucias que se han recibido. Diderot. - Guardadlas entonces. Mlle Dornet. - Pero, es que cita hechos que hacen estremecerse a una. Diderot. - No las guardéis. Mlle Dornet. - ¿Sabéis que ese guardadlas, no las guardéis son de una ironía y de una indiferencia insoportables? Diderot. - Si preferís, haced lo uno y lo otro. Mlle Dornet. - ¿Y cómo?, si se puede saber. Diderot. - Confi ádmelas a mí. Mlle Dornet. - Ya veremos. De momento, si mi médico turco viene a cenar o si noso- tras vamos a cenar a su casa, ¿nos acompañaréis? ¿verdad? Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 MIXTIFICACIÓN O HISTORIA DE LOS RETRATOS RECUPERADOS. TRADUCCIÓN... 264 Diderot. - Con mucho gusto. Mlle Dornet. - ¿Sabéis que se propone curaros? Diderot. - Yo no estoy enfermo. Mlle Dornet. - Sois el incrédulo más determinado que conozco. Diderot. - Y a mucha honra. Mlle Dornet. - Si cumple con su palabra... Diderot. - Os fallará, os lo digo yo. Mlle Dornet. - Y, ¿por qué iba a hacerlo? Diderot. - Porque este tipo de personas conoce bien a la gente. Mlle Dornet. - Esto es decirnos claramente a Mme Therbouche y a mí que somos dos imbéciles. Diderot. - No. Pero... aquí llega Naigeon12 y creo que si queréis que os siga teniendo en estima, obraríais sabiamente si no le confi arais todas estas niñerías. Mlle Dornet. - Ya tendré cuidado. Vos sois tolerante, pero él no lo es en absoluto. Diderot. - Tranquila. Naigeon entró. Y yo no me retiré hasta que pude estar seguro por el cauce que tomó la conversación de que no se mencionaría al médico turco; y así fue. Ella no le habló de él. Así están las cosas. Hay una cena prevista, no en casa de la bella dama sino en la del doctor. Veremos lo que acontece. No aconteció nada. Tenía un busto del príncipe, deberíamos haber tenido otro que hubiera sido el de la princesa. Hubiéramos ajustado unos cuerpos hechos de madera de sarga a estos bustos, los hubiéramos vestido a nuestro gusto; los hubiéramos colocado al fondo de una habitación tapizada de negro. Los rostros de los bustos, untados con fósforo, se hubieran preservado del contacto del aire, y el apartamento se hubiera llenado de vapor de cánfor. La bella dama hubiera entrado con una pequeña vela encendida en la mano; el vapor del cánfor se hubiera infl amado y el fósforo hubiera prendido; el fósforo al quemarse hubiera iluminado los rostros del príncipe y de la princesa. Mlle Dornet hubiera reconocido al príncipe y visto y no visto, los espectros hubieran desaparecido a través de una trampilla que se hubiera hun- dido bajo sus pies y cerrado sobre ellos. Pero Desbrosses unos días antes de este montaje, se voló la cabeza con dos disparos, y el fi nal, mejor o peor organizado, no tuvo lugar. 12 De nuevo nos encontramos con un personaje real, Naigeon, gran amigo de Diderot. Anales de Filología Francesa, n.º 13, 2004-2005 Mª ANGELES LLORCA TONDA 265 Referencias bibliográfi cas DIDEROT, D., Correspondance in Oeuvres, Tome V, éd. L. Versini, Paris, Robert Laffont, col. “Bouquins”, 1997. — Contes in Oeuvres, Tome II, éd. L. Versini, Paris, Robert Laffont, col. “Bouquins”, 1994. — Quatre contes, éd. critique par J. Proust, Genève, Droz, col. “Textes littéraires français”, 1964. LLORCA TONDA, M.A., “Est-elle crédule, est-elle incrédule? ou sur le pouvoir de l’imagination chez la femme. Analyse de Mystifi cation de Denis Diderot” in La cara oculta de la razón. Locura, creencia y utopía, coord. C. Canterla, Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidaad de Cádiz, 2001, pp. 297-306. — Denis Diderot: à la recherche d’une théorie littéraire, Tesis doctoral, Universidad de Alicante, 2004.