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Revista de estudios filológicos
Nº34 Enero 2018 - ISSN 1577-6921
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peri-biblion

Ver sin ver.

 Catarsis escéptica a través de la ceguera en una novela de Mario Bellatin

Bernat Garí Barceló

(Universitat de Barcelona)

bernatgari@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 31-8-2017 / Fecha de aceptación: 15-12-2017

 

Resumen:

El escrito que sigue contiene una serie de reflexiones sobre la novela de Mario Bellatin, Carta sobre ciegos para uso de los que pueden ver, a la luz del escepticismo epistemológico y del pensamiento de filósofos como Pirrón, Sexto Empírico y Diderot. Bellatin no es un escéptico propiamente dicho. Sin embargo, de la lectura de su carta sobre la ceguera se deriva una perturbación de los estándares cognoscitivos y una propuesta de recodificación de la realidad desde canales inhabituales. En este escrito, detallaré, primeramente, el valor que Bellatin confiere a la enfermedad y la minusvalía en algunos textos específicos, para examinar, seguidamente, las estrategias y materiales que despliega el autor en su carta, por tal de redescubrir el texto en el epicentro de la reflexión escéptica.

 

Palabras Clave: Bellatin, Diderot, ceguera, epistemología, escepticismo.

 

Abstract:

The following essay is based around reflections regarding Mario Bellatin's novel 'Letter of the blind for those who can see', in the light of the epistemological scepticism and train of thought of philosophers such as Pirron, Sextus Empiricus and Diderot. Bellatin is not what we would define as a true sceptical. However, a perturbance in cognitive standards and a proposal of recoding reality from uncommon canals stems from the reading of his letter about blindness. The structure of this essay will first detail the value given towards sickness and handicaps by Bellatin in specific fragments of text, to then examine the strategies and materials the author deploys throughout his letter, as to rediscover the text in the epicentre of a sceptical reflexion.

 

Key Words: Bellatin, Diderot, blindness, epistemology, scepticism.

 

 

 

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

 

                         Jorge Luis Borges

 

 

Pienso que todos estamos ciegos. Somos ciegos que pueden ver, pero que no miran.

                                                                                          

      José Saramago

 

Mario Bellatin es, como César Aira, un raro dentro de los raros, un outsider en toda regla. Su efervescente prosa habla del cuerpo, la enfermedad, la minusvalía, la pérdida, el malestar, la muerte. En el sujeto escindido se problematizan las interacciones entre el  individuo y el mundo, cuestión epicéntrica en algunos textos del autor, y, en ese sentido, la dolencia, el trastorno, el sufrimiento o cualquier obstaculización de los estándares cognoscitivos desempeñan un papel preeminente en su prosa[1]. Los objetos comunes, los placeres cotidianos, los olores en el recibidor, las angustias del quehacer diario, son los temas que leemos en la obra de Bellatin, pero estos se nos revelan espasmódicamente difusos, enigmáticos –como en un cuadro impresionista–, bajo centelleos de una incontenible intensidad,  resultado de los achaques que la enfermedad  produce en el cuerpo: el dolor horada la percepción y, por ende, transfigura la realidad.  En un “estilo sin estilo”, neutro, frío, áspero, Bellatin narra lo patológico y, en esa extraña ilación entre forma y fondo, el autor normaliza lo anómalo, descargándolo de sensiblerías y afectaciones. El empaque de su escritura es inconfundible, entre otras muchas razones, que configuran su particular credo retórico, por el uso deliberado de ciertos vocablos talismán, que se repiten periódicamente como un leitmotiv; por su esencialismo lingüístico, que dice sin decir; por el modelado de ciertas imágenes, y por la sutileza con la que el autor diluye una cuidada simbología en sus diferentes novelas.

Así, en Salón de belleza, el autor explica la paulatina transformación de un rimbombante salón de estilismo en un moridero. El protagonista, un peluquero homosexual, describe a sus innominados pacientes como “cuerpos en trance de desaparición” (Bellatin, 1994: 33) y apenas los dota de atributos físicos o psicológicos, en contraposición a los peces que compra para decorar el moridero, descritos lujosamente en sus correspondientes cubículos, y que constituyen el único distractor en ese espacio de mortandad. El esmero que el narrador homodiegético pone en el cuidado de sus ajolotes, carpas y peces lápiz contrasta con la distancia y virulencia con la que trata a los murientes, lo que revierte en una cosificación de la enfermedad.

Por otra parte, en Efecto invernadero, Bellatin narra el trance a la muerte del pintor y bailarín homosexual, Antonio. La enfermedad opera en términos de vaciamiento sutil y progresivo en un itinerario que lleva del ser a la nada. La nada es, de hecho, nuestro estado más habitual: pasamos menos tiempo siendo que no siendo. Visto así la existencia puede parecer un tanto fortuita, un destello en la oscuridad del abismo. De ahí que aprender a morir con estoicismo, clase y resignación sea el camino que asume Antonio, lo que explica el poema que escribe en el espejo giratorio de su habitación. Dicho poema

 

se refería a lo incierto que son los reflejos tanto en los espejos como en el tiempo; y a lo peligroso que se vuelve perseguir sus iluminaciones, quedando los hombres obligados a aceptar la convergencia de las imágenes en un solo punto posible: la muerte (1996: 113).

 

En Carta sobre ciegos para uso de los que pueden ver, Bellatin nos lanza un nuevo reto: pensar a oscuras, bajo el narcotizante hechizo de un silencio atronador. El título de la novela remite al texto de Diderot, Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, obra insigne de la Ilustración francesa con la que el enciclopedista retomó algunas cuestiones de cariz epistemológico que fueron cenitales en el pensamiento de Locke, Berkeley o, poco antes, en la Dióptrica de Descartes. Diderot plantea que el ser está íntimamente entrelazado con lo que se percibe, o, dicho de otro modo, lo que sentimos impone los límites de lo que somos y constituye la médula ósea de nuestro lenguaje. La carta de Diderot será el intertexto subyacente sobre el que Bellatin despliega su narración. No se trata tanto de una deconstrucción especular –un remake– o de una reescritura del texto diderotiano, como de una recodificación narratológica de algunas ideas centrales de la epístola, a saber, la evaluación de la realidad desde canales cognitivamente inhabituales, la problematización de la epistemología de los empiristas ingleses o la reconfiguración del estatuto ontológico de la ceguera desde la perspectiva de los que ven.  Diderot no es, huelga decirlo, un escéptico en potencia. En sus notas a la traducción de Shaftesbury, Diderot aduce la inviabilidad del pensamiento escéptico en el desempeño de las actividades del día a día (Ponce, 2015: s.p.). La duda, según Diderot, es uno de nuestros bienes más preciados, porque propicia el camino a lo verdadero, pero el escepticismo como sistema le parece impracticable. Sin embargo, en su epístola sobre la ceguera se materializan algunos de los tropos centrales del pensamiento pirrónico, tales como la relatividad de las percepciones, o la premisa de que nada puede ser del todo aprehendido por cuanto los sentidos sugestionan la exégesis del mundo.

La narradora de la novela de Bellatin, ciega y aquejada de agudos problemas auditivos, nos lleva de la mano, en formato autodiegético, a través de la Colonia de Alienados Echepare, donde conviven unos pocos médicos, cuidadores, enfermeras y la podredumbre enajenada de una ciudad sin nombre. Su experiencia, como expondré, cataliza la disgregación de la ontología totalitaria de los videntes.

La Colonia de Alienados, concebida originariamente para el cuidado intensivo de dementes y esquizofrénicos, abarca un espacio general destinado a los alienados, un pabellón adyacente asignado a los casos de diversidad funcional ­–ciegos y sordos, fundamentalmente–, agregado a posteriori, y una sección aneja, independiente, donde se albergan los responsables del centro, cercada por una malla metálica que los aísla por completo.

Esa dicotomización entre sanos y “enfermos”, normales y raros, opera en términos de exclusión y segregación, desvela la escasa consideración que la sociedad otorga a ciegos y sordos, y remite a una concepción binaria del espacio entendida en términos foucaultianos: “la existencia de  todo un conjunto de técnicas y de instituciones que se atribuyen como tarea medir, controlar y corregir a los anormales, hace funcionar los dispositivos disciplinarios a que apelaba el miedo de la peste” (Foucault, 2002: 184). Lo consigna, también, Alicia Vaggioni, en lo que respecta a la configuración de los espacios en Salón de belleza (Vaggioni, 2009: 478). Dichos mecanismos siguen vigentes en la actualidad para discernir, de modo un tanto arbitrario, lo salubre de lo patológico. El registro de lo patológico permite establecer la dicotomización entre vigilantes y vigilados, piezas angulares de un panóptico sobre el que se arma la disciplina del poder. La Colonia de Alienados, para más inri, está rodeada de una población de perros abandonados, cuya voracidad ha sido eficientemente probada en las temerarias incursiones nocturnas de más de un inadvertido paciente. Las asociaciones de animales, en la obra, parecen más preocupadas por las condiciones de hambruna de dicha jauría que por el estado de los pacientes del centro, como lo constata la narradora: “jamás nadie ha reclamado por la muerte de un loco” (Bellatin, 2017: 13). En la Colonia de Alienados Echepare cristalizan, entonces, los mecanismos rectores del panóptico de Bentham. El centro médico se constituye, así, en un submundo, en un sueño dantesco, segregado del mundo de fuera y sustentado, desde dentro, sobre una lógica disciplinaria atroz. Los delirios de los enajenados campan a sus anchas y ultiman el espacio donde se da rienda suelta a la autodiégesis. 

Comúnmente, quien narra la ceguera lo hace desde fuera, con un narrador heterodiegético y extradiegético, como ocurre, por ejemplo, en la singular novelita de H.G. Wells, El país de los ciegos, en la que los videntes y los tuertos son los anómalos en una ciudad de ciegos; en Misericordia de Galdós, en las aventuras del detective ciego Max Carrados de Ernest Braham o en la novela de Saramago, Ensayo sobre la ceguera; o, con narradores homodiegéticos, habitualmente lazarillos, que nos descubren la ceguera del otro, como en el caso del primer tratado de La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, o, en el «Informe sobre ciegos» de Ernesto Sábato, en Sobre héroes y tumbas, donde se especula en torno a una orden secreta integrada por ciegos, sordos y mudos.

La principal novedad que introduce Bellatin en Carta sobre ciegos para uso de los que pueden ver es que en la narradora, en un formato inusual de autodiégesis por lo que respecta a la focalización, se sintetizan la figura del ciego y del lazarillo, en tanto que la protagonista funge como guía y responsable de su hermano menor, aquejado de las mismas limitaciones que la hermana: “yo estoy internada aquí contigo, Isaías, sé que es inútil decírtelo: eres ciego y sordo como yo. Pero a diferencia mía, tú no ves ni escuchas. Yo, en cambio, soy ciega como tú, pero puedo llegar a oír algo” (Bellatin, 2017: 12). La narradora percibe difusamente algunos sonidos gracias a un implante coclear y vehicula sus percepciones a través de una computadora portátil que lleva colgada permanentemente en el cuello. La técnica, en este caso, es la condición de posibilidad del logos. Bellatin amalgama, en la voz narrativa, el deber del que guía y la incertidumbre del que apenas sabe volver sobre sus propios pasos. Se produce, por tanto, una identificación plena entre el hermano menor, Isaías, y el lector (I=L), por cuanto este asume el rol pasivo del personaje y va decodificando los mensajes que produce la narradora para su acompañante en tiempo real.

La realidad contextual se ve, por tanto, doblemente filtrada: por la singular percepción del otro, la protagonista,  por un lado, y, por otro lado, por la escritura a través de la cual la narradora selecciona, interpreta y vehicula sus percepciones: “oír, pensar y escribir es simultáneo” (Bellatin, 2017: 64). En esa íntima trabazón que se establece entre la narradora, Isaías y el lector (N/I=L), Bellatin arma estructuralmente una novela donde la escritura del invidente emite la luz que nos guía. La protagonista es completamente consciente del carácter activamente deconstructivo de su discurso, como advierte mientras trata de reproducir las enseñanzas de un maestro que imparte un curso de escritura creativa para ciegos al que asiste con su hermano a lo largo de la novela: “tampoco confiemos, Isaías, ni en mi entendimiento ni en mi manera de comprender el mundo. Sabes que hago lo que puedo” (Bellatin, 2017: 22). Más adelante referirá que su destino como lazarillo pasa por “escribir a ciegas” (Bellatin, 2017: 50).

La propuesta de Bellatin de obligarnos a ver desde los ojos de un ciego y a oír desde el silencio de un sordo inutiliza por completo la dicotomía verdad/falsedad. La realidad no es una, sino que existen tantos mundos como sujetos en el acto de conocerlos. No hay hechos, auguró Nietzsche, solo interpretaciones. El totalitarismo es justamente eso: la voluntad de abducir la esencia polisémica del ser y suplantarla por un monismo ontológico que no admita réplica. La oscuridad y el silencio sirven de pretexto a Bellatin para poner al lector en una posición, cognitivamente, incómoda e inhabitual, que lo instruye en una humildad de cariz epistemológico y en un escepticismo entusiástico que entronca con la sabiduría de los escépticos de la antigüedad.

Pirrón, cuyo pensamiento fue legado Aristóteles, anonadado ante la multiplicidad de percepciones, postuló que todo es igualmente incierto y que solo en la suspensión del juicio -epoché- puede alcanzarse la imperturbabilidad del alma, la ataraxia: “nada es más”, o, “no más esto que aquello” (Laercio, 1998: 61),  decía el escéptico ante la imposibilidad de decantarse. Será blanco o negro, bello o feo, nimio o tremebundo, dependiendo de la perspectiva y el estado de ánimo. Para Pirrón, el único gesto posible, habida cuenta de la versatilidad del cosmos y la heterogeneidad perceptual, fue el silencio. No podía ser de otra forma para alguien que entendió que el mundo era irreductible, el testimonio de los sentidos, fraudulento; la eficiencia de las palabras, incierta. Nótese que la asunción de la lengua por parte de un escéptico puede entenderse como una renuncia parcial a su ideario, en tanto que si nada se sabe, nada puede decirse. Por ello, Pirrón calló. Se mantuvo en silencio la mayor parte de su vida, y su gesto fue más elocuente que palabras proferidas al viento.

Algunos tropos centrales del pensamiento pirrónico toman forma en distintos puntos de la novela de Bellatin. Su permanente oscilación a lo largo del texto dificulta su sistematización, pero, a grandes rasgos, es factible localizar, confundiéndose unos con otros, el «tropo de la diversidad de los hombres», el «tropo de la diversidad de los sentidos», el «tropo de las costumbres, las leyes, las creencias y las opiniones», el «tropo de las mezclas» y el «tropo de la relatividad». Los dos primeros pertenecen al ámbito del que “mira” –el sujeto de conocimiento–; el tercero, al ámbito de lo fenómenico –el objeto de conocimiento–; en los dos últimos, se interseccionan el que observa y lo observado[2].

 

En relación a los tropos de los que participa el sujeto de conocimiento, la narradora afirma sucesivamente, a lo largo de la novela, que uno de los secretos que comparte con su hermano es que ellos no necesariamente quieren “ver y oír como el resto” (Bellatin, 2017: 24). No se sienten particularmente desfavorecidos por su ceguera y su sordera, e, inclusive, juzgan que su internamiento en el centro es irregular, por cuanto se asignan un estatus ontológico preferible al de los locos y alienados: “tanto tú como yo lo hemos discutido más de una vez: si nos sentimos cómodos perteneciendo a una institución pensada solo para dementes” (2017: 17). Isaías y su hermana se sienten, pues, perfectamente autosuficientes a nivel perceptivo. En esa línea, Diderot, en su epístola para sordos, postula que “de todos los sentidos, la vista es el más superficial, el oído el más orgulloso, el olfato el más voluptuoso, el gusto el más volátil y el tacto el más profundo” (2002: 87), cita que precede la narración de Bellatin. Estas ideas atraviesan toda la narración y proyectan el «tropo de la diversidad humana» y el «tropo de la diversidad de los sentidos».

El escéptico no niega la realidad per se, pues al hacerlo estaría dogmatizando. Sexto Empírico, en los Esbozos pirrónicos, que tan significativos fueron para Montaigne, expresaba que el escepticismo no invalida la pertinencia de lo fenoménico: “cuando nos dedicamos a indagar si el objeto es tal y como se manifiesta, estamos concediendo que se manifiesta y en ese caso investigamos no sobre el fenómeno, sino sobre lo que se piensa del fenómeno” (Sexto Empírico 1993: 59). Sexto Empírico discierne, por tanto, entre el fenómeno como tal y la codificación del mismo una vez ha sido filtrado –perforado– por los sentidos. A tales efectos, en la novela, Bellatin privilegia canales cognoscitivos poco comunes (preferentemente, el tacto  y el olfato) en aras de desautomatizar la perspectiva visualmente totalitaria de los videntes. La idea de Bellatin y Diderot es que, a veces, un ciego ve lo que permanece oculto a ojos de los que ven. Existen sobrados ejemplos de dicha concepción en la historia de la literatura: Tiresias, Max Estrella, Max Carrados, Bringas, etc.

De este modo, el hermano da cuenta de su probada eficiencia en el uso del olfato para escudriño de la fisonomía humana: “estoy convencida de que poseo una cara poco agraciada, Isaías. Tú lo debes saber, has desarrollado habilidades sorprendentes con el olfato” (Bellatin, 2017: 26). Diderot, análogamente, describe cómo algunos ciegos intuyen los rostros por el timbre de la voz: “los rostros no nos ofrecen una diversidad mayor que la que él [el ciego] observa en las voces” (Diderot, 2002: 15). Asimismo, la narración de la hermana está saturada de elementos pertenecientes a la esfera de lo táctil: “sé que soy fea […] lo reconozco, además, me puedo tocar a mí misma y sentir la textura de mi piel” (2017: 26); “sólo ahora me acuerdo de que anoche te demoraste más de lo normal. Lo tenías más duro, Isaías, aunque con una dureza distinta a la de tus mandíbulas” (2017:77), y, así sucesivamente. Diderot, en su carta sobre ciegos, anota que el tacto debe de ser el ojo de los invidentes:

 

se podrían dar leyes para imaginar fácilmente a la vez varios objetos diferentemente coloreados, pero dichas leyes no serían ciertamente aplicables a un ciego de nacimiento. El ciego de nacimiento, como no puede colorear, ni por lo tanto figurar como lo entendemos nosotros, sólo tiene memoria de sensaciones tomadas a través el tacto, que él transfiere a diferentes puntos, lugares o distancias y con las que compone figuras (Diderot, 2002: 22).

 

Un ciego de nacimiento, ante el desconsuelo de obviar figuras y colores, debe diseñar su propio mundo a partir de palpamientos, roces y fricciones. El universo del ciego es un espacio habitado por formas placenteras. Si las vibraciones, los olores y los rozamientos constituyen el mundo del invidente, el tacto es para él geometría realizada.  Visto así, la luz, el aire o el movimiento –que tanto denostó Zenón en sus aporías–, constitutivos del «tropo de la mezcla», que oscurecían la asimilación de la realidad, para el ciego devienen en elementos accesorios, y en esa ontología nueva recodificamos el mundo tal y como lo habíamos conocido.  

Por lo que se refiere al «tropo de las costumbres, las leyes, las creencias y las opiniones», la protagonista confecciona, con su hermano, un metarrelato propio en el que se armonizan lo vivido y lo soñado. Resultan especialmente ilustrativos los pasajes en los que la narradora desarrolla la subtrama sobre un cocinero y su ayudante que viajan a la deriva en un barco que ha sido blanco de la piratería. Los escasos supervivientes deben afrontar la falta de víveres y la hambruna de las ratas que amenazan con devorarlos vivos. Dicha historia, que la hermana repite a modo de leitmotiv en la vorágine de mensajes instantáneos que trasmite a Isaías, alegoriza la situación de los dos hermanos en la Colonia de Alienados Echepare: la voracidad de las ratas prefigura la inminente amenaza de los perros que rodean el centro de alienados; el escaseo general en la maltrecha embarcación encarna la carestía y las espeluznantes condiciones  de higiene a las que hacen frente los hermanos; y, claro, el desdichado cocinero y su ayudante recrean la precaria situación de los protagonistas en el centro. El cocinero y su ayudante se abastecen con los pocos recursos a disposición, se resguardan de los susodichos peligros y se guarecen de la lacerante soledad con las correspondientes dosis de afecto, caricias, besos y cópulas. A través de esta historia, Isaías y la protagonista se disculpan de sus repetidos flirteos y desafueros sexuales. La protagonista concibe las relaciones sexuales con su hermano con cierto rubor: “No creo, de igual forma, –debes admitirlo– que sea adecuado que hagamos este tipo de incursiones al baño […] Dudo también que sea propio que yo, tu hermana, trabaje de cocinero en un barco tomado por piratas” (Bellatin, 2017: 53). Se introduce así en la narración uno de los temas cenitales de la historia de la literatura: el incesto. La hermana cimenta la relación con su hermano sobre un artificio literario y, de tal forma, el espacio de lo ficticio invade el espacio de lo real. La irreal interroga lo real, y no solamente eso, lo transforma, lo modela y le da un sustento ético, poniendo en solfa los tics del judeocristianismo en materia de conductas morales.

La confluencia de esas dos dimensiones atraviesan toda la narración. Lejos de desfallecer en ese espacio de zozobra y crueldad, los dos hermanos arman una narrativa bipolar, un kit de supervivencia, que les permite reapropiarse del mundo y afincarse en él. Los protagonistas acaban por vivir una realidad poetizada, sin trabas que obstaculicen la irrupción de lo soñado sobre lo vivido. Su vida sintoniza con la emisora de los sueños y la poesía. De modo análogo, el mundo de los videntes organiza sus propias ficciones de cariz emancipador –Dios, el progreso, la historia, las naciones–, a cuál más obtusa y simplona, cuyo acometido es semejante al de la narrativa desarrollada por los hermanos.

Lo que comúnmente hemos dado en mal denominar minusvalía adquiere en la novela de Bellatin un nuevo matiz. Las huestes impecables del lenguaje políticamente correcto –que, puntualmente, aciertan– no van desencaminadas en el uso del membrete ‘diversidad funcional’ en detrimento de discapacidad o minusvalía, pues ni ciegos ni sordos están incapacitados. En términos heideggerianos, la ceguera y la sordera permiten el ensamblaje del individuo con el reverso enigmático del ser; alientan un viraje a la cara oculta de los objetos comunes. Para el segundo Heidegger, el de la Carta sobre el humanismo, la poesía era la pieza angular que armonizaba el sujeto con la faceta arcana del ser, y los ciegos, según Diderot, hablan con el lenguaje de los poetas, como si “se hubieran quemado los ojos para conocer más fácilmente cómo se hace la visión” (2002: 48). La experiencia de la ceguera, su no saber, deviene, así, en un modelo óptimo para redirigir nuestras percepciones: desacostumbrarse a una perspectiva visualmente totalizadora revierte en una optimización de otros canales cognoscitivos y participa de algunos de los tropos más valiosos de la tradición escéptica lo que conduce a un redescubrimiento del yo y el cosmos que habita. En definitiva, ver sin ver.  

 

 

Bibliografía:

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[1] El conjunto de la obra de Mario Bellatin, con más de veinte novelas, es tremebundo y, por ende, resulta problemático tratar de homogeneizar los recursos estructurales y retóricos constitutivos del credo estilístico del autor. Los efectos que la patología o la minusvalía engendran en el sujeto operan como motivo estructural en obras como Salón de belleza, Efecto invernadero, Perros héroes: tratado sobre el futuro de América Latina visto a través de un hombre inmóvil y sus treinta pastor belga malinois o Carta sobre ciegos para uso de los que pueden ver, que será el objeto de estudio del presente escrito.

[2] Castany recoge los diez tropos o argumentos destinados a la suspensión del juicio sistematizados por el escéptico Enesimedo en sus Argumentos pirrónicos: el «tropo de la diversidad animal», según el cual la percepción varía de una especie a otra –una pulga y un perro perciben de modos absolutamente disímiles, por cuanto la selección natural ha optimizado unos canales perceptivos u otros en función de las necesidades de cada especie–; el «tropo de la diversidad de los hombres» que constata las divergencias perceptivas entre los miembros de la especie humana; el «tropo de la diversidad de los sentidos», según el cual la información que asumimos perceptualmente puede revelar variantes de un sentido a otro; el «tropo de las circunstancias», según el cual la percepción del mundo está filtrada por nuestro estado físico o psicológico; el «tropo de las costumbres, las leyes, las creencias y las opiniones» que revela cómo el bagaje cultural condiciona la exégesis de la realidad; el «tropo de las mezclas» que pondera la trascendencia de las externalidades como la luz, el aire, o el movimiento, que oscurecen lo nouménico en el proceso de decodificación de la realidad; el «tropo de las situaciones y las distancias», según el cual el objeto presenta variantes significativas según la distancia y lejanía que adoptemos con respecto de él; el «tropo de las cantidades y composiciones», según el cual mucha o poca cantidad de un material específico, en ocasiones, produce variaciones perceptivas; el «argumento de la frecuencia y la rareza» que postula cómo la frecuencia con la que vemos un objeto transfigura la percepción del mismo; y, finalmente, el «tropo de la relatividad» que compendia a todos los demás y refiere que el conocimiento es relativo al sujeto y sus sentidos, por un lado, y a las circunstancias bajo las que percibe, por el otro (Castany, 2012: 35-37). Agripa redujo los diez tropos escépticos en función de los criterios que siguen: según intervenga el que juzga (tropos de la diversidad animal, de la diferencia entre los hombres, de la diversidad de los sentidos y de las circunstancias afectivas), la cosa juzgada (tropos de la cantidad y composición y de las coyunturas culturales) o entrambos (tropos de la distancia y la lejanía, de las mezclas, de la frecuencia y rareza y la rareza, y el de la relatividad) (Gómez de Liaño, 1998: 173).